domingo, 21 de febrero de 2010

Laureano contra el romanismo. Discurso de Laureano Gómez contra Román Gómez

Cuando pronuncia en el Senado –en agosto de 1932– su catilinaria contra Román Gómez, tiene 43 años y ya se le reconoce y se le teme como a un orador fogoso, terco, de ademanes impetuosos y gestos coléricos. Lo ha sido desde 1909, en mítines estudiantiles callejeros contra el gobierno de Rafael Reyes y luego en la Cámara en 1911. Y en la coalición de liberales y conservadores (su partido) en favor del poeta caucano Guillermo Valencia, contra Marco Fidel Suárez. Este gana la presidencia y Gómez lo ataca en el Congreso hasta su renuncia en 1921. Luego, en el gobierno de Pedro Nel Ospina es diplomático y Ministro de Obras Públicas. En 1928 viaja a Europa y estando allí es nombrado Ministro en Alemania por el presidente liberal Enrique Olaya Herrera. Regresa al país en 1932 y, desde el Senado, las emprende contra las administraciones liberales, puesto al frente de los conservadores. Precisamente su primera arremetida es contra el "romanismo", grupo conservador encabezado por Román Gómez, Eliseo Arbeláez y Mauro Giraldo, que se dicen adictos al gobierno liberal de Olaya. Su discurso contra Román Gómez es preámbulo de sus incesantes agresiones verbales contra Olaya Herrera, Alfonso López, Eduardo Santos... y los liberales en general, que reiterará en los 20 años siguientes. Llegará a la presidencia en 1950, pero se retirará por motivos de salud en 1951. Reasume el poder, momentáneamente, en 1953, pero es derrocado por su copartidario el General Gustavo Rojas Pinilla, Comandante de las Fuerzas Armadas. Un movimiento político de liberales y conservadores encabezados por Alberto Lleras y Laureano Gómez pacta la alteración de los partidos en el poder y releva a Rojas, en 1957. Gómez muere en su ciudad natal, Bogotá, en 1965. Tiene 76 años.
* * *
He aquí su andanada contra Román Gómez, el 9 de agosto de 1932:

«¡He aquí el tinglado de la antigua farsa! Con frágiles bambalinas de papeles marchitos, se ha erigido en un rincón del senado el tabladillo donde pasa la escena no interesante, pero sí interesada. El gestor de la acción, este Crispín de ahora se diferencia del de la farsa benaventina en que carece de la donosura y brillo del ingenio, del ademán gallardo y cortés y del decir pulcro y castizo. Se diferencia también en que el Crispín antiguo sabía separar las acciones mezquinas y plebeyas de los nobles y generosas, apareciendo siempre, como un celoso criado en servicio y honra de su señor. Este Crispín de ahora no se esfuerza para otro sino para sí mismo y no acierta a disimular sus codicias y concupiscencias. La trama sí es la misma, solamente más burda y menos embozada, los intereses creados perseguidos de todos lados es una labor de muchos años y zurcidos con la paciencia de una fámula metódica, para allegar y conducir hacia los fines personales que Crispín persigue todos los deseos turbios, todas las concupiscencias sórdidas y mezquinas que en uno o en otro momento de la vida hacen flaquear a los hombres débiles.

Los personajes son los mismos y conocidos de la comedia de arte italiana; no tan regocijados como solían, porque se han visto envueltos en muchas pequeñeces que los tienen tristes, ni tan vistosos, porque se han despojado de los vestidos de telas recamadas y brillantes rasos, para disfrazarse con nuestras modernas y vulgares americanas, a fin de aparecer como senadores los ciudadanos para disimular la tramoya. El más vecino de Crispín, Pinoquio, que es el más debilillo, suele estar siempre dormido. A él se dirige primero el director de la farsa:

–Pinoquio, amigo mío, ¿no es verdad que soy un grande hombre?
(Pinoquio, que estaba dormido y no oyó la pregunta, sabe de sobra lo que tiene que responder. Sobreexaltado se incorpora y dice):
–Señor don Crispín: vuestra merced es un grande hombre.
Y dice Crispín:
–Pantalón, ¿dónde estás Pantalón, protegido y pariente mío, no es verdad que yo soy desinteresado?
Y Pantalón, que ha sido gerente usufructuario de las farsas de Crispín, responde sin vacilar:
–Sí, mi señor don Crispín, pariente y protector mío; vuestra merced es desinteresado.
Luego le toca el turno al venerable señor Polichinela, a quien Crispín pregunta:
–Señor Polichinela, amado primo mío, ¿no es verdad que yo fui nombrado ministro?
Y el vetusto señor Polichinela responde:
–Sí, cierto. Ciertísimo, amado primo, fuiste nombrado ministro.
Luego le toca la vez al magistrado, al que se presenta rozagante, a diferencia de la comedia donde aparece con el fúnebre birrete.
–¿No es verdad, señor magistrado, que yo soy un ejemplar demócrata en tales y cuales actividades en Antioquia?
Y el magistrado hubiera respondido si una irreverente voz del auditorio no le hace ver que éste no es su sitio y que ha olvidado en otra parte su obligación.
Pero el personaje más sorprendente que no había figurado en farsa antigua alguna es ese anónimo, ese Nadie que no tiene figura corpórea, ni alma, ni realidad alguna, ni siquiera una mísera máscara, ese ente fantástico que ora se agazapa bajo un canapé para servir de testigo en una anécdota inventada; ya habla por teléfono para dar origen a la genial concepción de la UPN, o toma las vestiduras sacerdotales para ir de noche a la casa de Crispín a amenazarlo con un chantaje o en otra ocasión firma telegramas imaginarios que permitan anticiparse a contestar cargos que no se han hecho o finalmente es el ingeniero que sopla en el oído a Crispín los cargos técnicos y económicos, contra la gestión administrativa de un malhadado Ministro de Obras Públicas. Invención sorprendente la de este cómodo y fantoche X.X., siempre listo a testificar las mayores infamias, las más burdas calumnias y las difamaciones más torpes y soeces".

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